El problema y la solución de los abusos sexuales en las iglesias

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“¿Cuál es el precio de la mentira? No es que la vayamos a confundir con la verdad. El verdadero peligro es que si escuchamos suficientes mentiras, llegará un momento en el que no reconozcamos la verdad” (cita con la que inicia la serie Chernobyl de HBO).

La iglesia y los escándalos sexuales es un tema que a muchos nos apena y nos enrabieta, sin embargo, pocos sentimos una genuina sorpresa. Hablar de que haya acoso sexual o violaciones dentro de una institución religiosa se ha vuelto un cliché muy trillado pero siempre desagradable y repugnante. Las noticias de escándalos de esta naturaleza han ido acompañadas de diversos intentos por impedir que llegue a oídos de todos. Entre otras razones porque la credibilidad de la iglesia depende de su rectitud moral y espiritual. Pero ¿qué pasa cuando esa “rectitud moral y espiritual” exige que la iglesia pierda su credibilidad al hablar abiertamente de estos escándalos? Se desencadena un conflicto de lealtades entre la reputación de la organización religiosa y la verdad de las víctimas, entre querer controlar las consecuencias y dar visibilidad a la corrupción. Cada elección tiene un precio muy alto.

El precio de la mentira es llegar a un punto en el que no reconozcamos la verdad. Es un precio demasiado alto porque solo la verdad nos hará libres. Por ello, me gustaría ofrecer una visión crítica de la iglesia, no para destruirla, sino para que sea redimida y limpiada por el poder de la verdad. Esa verdad ha sido encarnada por Cristo que no vaciló en denunciar e ir en contra del sistema religioso de su época. Si bien es cierto que existe un gran número de casos históricos, el problema del cual hablo es un problema universal de todos los hombres y de todas las épocas, a saber, el problema de la maldad humana y su necesidad de regeneración espiritual. Espero, sin embargo, no caer en el error de minimizar este asunto de extrema complejidad con abstracciones irrelevantes.

A la hora de hablar sobre “la iglesia” es indispensable establecer una distinción entre (1) la historia de la iglesia y (2) la teología de la iglesia. En ambos casos se hace referencia al grupo de personas que componen una iglesia y no al edificio o espacio en el que se reúnen. En el primer caso, (1) es sabido que ha habido muchas “iglesias” a lo largo de los siglos. Estas iglesias han pertenecido a distintos grupos como pueden ser “la iglesia católica”, “la iglesia protestante”, “la iglesia anglicana”, entre muchas otras. Estas han intentado representar, con mayor o menor éxito, el cuerpo de Cristo en la tierra. En el segundo caso, (2) cuando se habla de la teología de la iglesia, se quiere hacer hincapié al conjunto de principios bíblicos que definen o señalan cuáles son las características esenciales que debe tener una iglesia. Además, este cúmulo de verdades bíblicas ejercen la función de legitimar o validar que un grupo de personas sea una iglesia o el cuerpo de Cristo y no un grupo social más. En síntesis, el primer uso de la palabra “iglesia” nos ofrece una expresión o práctica histórica de lo que ese colectivo en cuestión ha entendido por “iglesia”, mientras que el segundo uso de la palabra “iglesia” nos ofrece una guia o manual en virtud del cual se pueda llevar a cabo la edificación y preservación de la iglesia. O, lo que es lo mismo, el primer sentido del término “iglesia” hace alusión a una aplicación por parte de un colectivo, a diferencia del segundo sentido del término “iglesia” que hace referencia a una teoría. Algunas escrituras bíblicas sobre cómo debe ser una iglesia (en su segundo sentido) son las siguientes:

  • Ser concientes que nos necesitamos unos a otros (1 Corintios 12).

  • Tenemos que actuar como Cristo para con los demás (Colosenses 1:15-18).

  • Los ancianos deben cuidar de los miembros sin abusar de su autoridad al mismo tiempo que evitan la avaricia (1 Pedro 5:2-3).

  • Los miembros deben animarse mutuamente (Hebreos 3:12-13).

  • La iglesia es la familia de Dios (Efesios 2:19-21).

El gran problema es el hecho de que los miembros que componen una iglesia local son personas imperfectas y caídas. De ahí la necesidad de que Jesús muriera por los pecados de la humanidad. Es decir, una iglesia siempre tendrá problemas de corrupción al igual que cualquier otra organización que es compuesta por seres humanos. De esta precisión se sigue que cualquier estructura, por perfecta que sea, no está libre de ser pervertida por la maldad humana. Por ello, la Biblia también está llena de medidas para hacer frente a injusticias de distinta índole (1 Corintios 5:1-13; 2 Corintios 2:5-8; Mateo 18:15-20…). Según esto, la iglesia siempre se encuentra caminando hacia un ideal imposible: el ser como Jesús. A la luz de esto, no es el cristianismo o la religión lo que causa abusos sexuales, sino la falta de verdadero cristianismo y la ausencia de una transformación moral. Dicho esto, es importante señalar que —a pesar de que, trágicamente, ocurran abusos sexuales por el hecho de que es imposible eliminar la maldad humana en su totalidad— estos crímenes de carácter sexual deberían ser la excepción y no la norma. Cuando en una institución religiosa los abusos sexuales son la norma, es porque existe una cultura que permite, a través de la inacción o el silencio, que estos pecados sigan ocurriendo.

Las iglesias que sistemáticamente permiten estos abusos tienen una práctica muy arraigada de tratar de controlar el daño o las consecuencias que puede provocar el que se sepa lo ocurrido. La perversidad de esa práctica habitual radica en el hecho de que se prioriza la credibilidad o imagen de la iglesia, en vez de interesarse por lo que realmente ha sufrido la víctima. Es más, algunos interpretan los ataques o quejas hacia la iglesia como un indicador positivo. El razonamiento es el siguiente: la iglesia está siendo criticada por su santidad del mismo modo que criticaron a Jesús por sus enseñanzas. Y hasta citan versículos como el siguiente para justificar esa posición: “Dichosos vosotros cuando os odien, cuando os discriminen, os insulten y os desprestigien  por causa del Hijo del hombre. Alegraos en aquel día y saltad de gozo, pues os espera una gran recompensa en el cielo. Daos cuenta de que así trataron a los profetas los antepasados de esta gente” (Lucas 6:22-23, énfasis mío). El problema con esto es que a la iglesia se le critica, muy a menudo, no por su santidad, sino por su falta de rectitud. Es sumamente peligroso e ingenuo el interpretar que las críticas recibidas por gente fuera de la iglesia es siempre una señal de que uno está haciendo la voluntad de Dios. Cuando estas mentiras se convierten en parte de la conciencia colectiva, se corre el peligro de no saber diferenciar cuál es la verdad.

Pero ¿cómo un miembro o grupo de personas puede llegar a adoptar ese modo de pensar? Dar con esa respuesta es clave para poder erradicar esa cultura de la inacción y del silencio. El problema se origina cuando los miembros interpretan que su modo de operar es lo que legitima o valida su iglesia. En otras palabras, se falla en reconocer la fuente que legitima lo que es una iglesia bíblica. Hay una gran discrepancia entre el número de “iglesias” desde la perspectiva histórica y de “iglesias” desde la perspectiva teológica. Muchas iglesias a lo largo de la historia no serían consideradas “iglesias” por Jesús porque fallan en practicar cosas elementales. Cuando una persona confunde su identidad espiritual con la identidad de ser un miembro de una iglesia concreta, puede caer en el error de validar su espiritualidad a través de lo que la iglesia dice y hace, y olvidarse de la fuente: Jesús y el Nuevo Testamento. Si uno tiene un compromiso con la iglesia local es porque, en primer lugar, ama y sigue a Jesús. Pero el compromiso con una iglesia local no implica automáticamente que uno ame y siga a Jesús. Cuando hay una confusión en esto, uno cae en un pecado de lealtades. La lealtad que un miembro tiene hacia la iglesia debería ser el resultado de la lealtad que tiene con Jesús, no al revés. Porque es Jesús quien tiene la autoridad para legitimar qué tipo de personas componen una iglesia. La ceguera espiritual y corrupción son el resultado de haber obtenido nuestra validación espiritual de la iglesia, en vez de Jesús y el amor. Si esos escandalos sexuales siguen occurriendo de modo sistemático, ocurren en virtud de que hay adulterio de corazón: se ama más a la institución que a su fundador. De suerte que cualquier ataque a la iglesia se interpreta como un ataque a la identidad de uno como cristiano.

¿Cuál es el precio de la mentira? ¿Cuál es el precio que se paga por este conflicto de lealtades? El precio es que se sigan perpetuando estos abusos. El que no se tomen en serio a las víctimas de abusos sexuales. El precio que se paga es que Jesús sienta repugnancia por esa institución que ha terminado de romper el alma resquebrajada. El precio de la mentira es que la iglesia deje de ser la iglesia de Dios. El precio es que no reconozcamos la diferencia entre la verdad y la mentira.

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