Jesús y la productividad del amor

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En el escrito de la semana anterior, estuvimos analizando el aspecto positivo de la productividad tóxica. La característica positiva se hallaba en la idea central de que uno tiene que trabajar arduamente para conseguir lo que quiere. El potencial no es algo que se descubra en la introspección, sino en la puesta a prueba de las capacidades y talentos que se poseen. Uno desconoce todo lo que podría llegar a ser, hasta que intenta, contra todo pronóstico, ver cuán lejos puede llegar.

En la conclusión, hice referencia a una persona más sabia que yo y Aristóteles: Jesús. Cité una de sus frases que, a mi parecer, contiene un mensaje más radical y rotundo que el de los gurús de la productividad. El versículo era el siguiente: “Ciertamente os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo. Pero, si muere, produce mucho fruto” (Juan 12:24). Esta cita iba acompañada de mi siguiente comentario: “Solo alcanzamos nuestro verdadero potencial cuando estamos dispuestos a morir por una causa sagrada”. Pues bien, ese es el tema que nos ocupa en este pequeño escrito. Voy a adelantar hacia qué conclusión nos dirigimos con el fin de que el lector soporte de buena gana algunas explicaciones un tanto áridas pero necesarias. La conclusión es que no hay nada más productivo que el amor, y no cualquier amor, sino el amor incondicional. Reflexionemos ahora en las ideas que nos llevan a esa afirmación.

Pasemos primero a analizar de dónde surge esta idea de que solo alcanzamos nuestro verdadero potencial cuando estamos dispuestos a morir por una causa sagrada. Una vez establecido este lugar, se podrá entender con facilidad por qué solo en ese contexto uno puede llegar a desarrollar todo su potencial. Jesús cuando menciona la muerte del grano del trigo (Juan 12:24) alude a su muerte en la cruz. El fruto del grano del trigo muerto hace referencia a cómo la muerte de Jesús en la cruz tiene como fruto salvar a la humanidad de sus pecados. Justo en el siguiente versículo, se dirige a sus discípulos para transmitirles que la vida espiritual consiste en una muerte continua que tiene un fruto en la eternidad: “El que se apega a su vida la pierde; en cambio, el que aborrece su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” (Juan 12:25). De ahí que previamente dijera que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no puede producir fruto. Dicho en otros términos, Jesús utiliza la metáfora de la semilla del trigo para comunicar que la trascendencia o importancia de nuestras acciones se halla al otro lado de esa muerte. En resumen, Jesús pone el acento en el hecho de que nuestro potencial —el fruto— como seres humanos solo puede ser desarrollado cuando nuestra vida no es nuestro supremo tesoro. Esto supone un aborrecimiento de nuestra propia existencia terrenal basada en la comodidad y complacencia. Esto es una muerte del yo mundano para dar fruto a un yo espiritual. Pero ¿por qué?, ¿por qué solo puede darse ese potencial rechazando el valor que le damos a nuestra propia vida?

Explayémonos un poco más en este asunto de extrema complejidad. Los seres humanos tomamos nuestras decisiones a través de una jerarquía de valores. En esta jerarquía piramidal, aquello que se encuentra en la punta de la pirámide es aquello que guía nuestra acción. Aquello que está en la cúspide se denomina tradicionalmente en filosofía como Summum bonum (el bien supremo). Platón llamaba a esto el Bien; para Aristóteles era la Felicidad; otros pensadores contemporáneos, como Charles Taylor, se refieren a esta idea como el Hiperbien. Según esto, siempre nos estamos moviendo en un plano narrativo en el que nuestras acciones nos quieren llevar desde un punto A a un punto B. Ese desplazamiento de un punto a otro es lo que entendemos como progreso moral, mientras que cualquier retroceso en esa línea se consideraría un síntoma de decadencia moral. De acuerdo con este esquema, el Summum bonum de Jesús no era la Felicidad ni la idea del Bien, sino el amor.

Lo que guiaba y dictaba la conducta de Jesús en el Nuevo Testamento no era un ideal de autopromoción o preservación de su propia vida, sino un ideal que en su raíz griega era agape. Los griegos poseían en su lenguaje moral cuatro tipos de amor: eros (amor romántico-sexual), philia (amor fraternal), storge (amor paternal o maternal) y agape (caridad o amor incondicional). Un ser humano puede experimentar, en mayor o menor grado, cada uno de estos tipos de amores, es decir, pueden coexistir unos con otros. El telos o fin de la vida de Jesús era amar a la humanidad con el amor agape. El amor de este tipo es un amor desinteresado que ama de acuerdo a la verdad y no a intereses inferiores, y que no espera en sí mismo nada a cambio para ofrecer dádivas. Para los amantes de la salsa, esto podría ser lo que Hector Lavoe decía en alguna de sus canciones: “Te quiero de gratis”. Es un amor que rechaza el componente transaccional y calculador que erosiona los vínculos interpersonales con nuestros congéneres. Este tipo de amor nos hace como Dios y nos acerca a Dios. Es un amor que nos capacita a sacrificar nuestra vida por algo que vale más que la vida misma. De ahí que el “aborrecer” al que se refería Jesús, haga alusión al aborrecimiento de cualquier valor que no sea este amor incondicional para con nuestro prójimo. Pero solo se puede amar de ese modo, cuando uno ve claramente que la vida terrenal no es el mayor valor, sino el amor incondicional o agape que solo puede aprenderse de Dios mismo. En contraste, aferrarse a la vida de uno mismo es una señal de pobreza espiritual, es no haber comprendido que la grandeza de la vida se encuentra en la posibilidad que abre el amor. Así entendido, el sentido de la vida gira en torno a ese encuentro con Dios y con el prójimo en el que uno puede amar y ser amado.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con la productividad y el potencial? La respuesta radica en que los seres humanos más implacables en perseguir sus metas y crecer como personas son aquellas que se olvidan de sí mismas. El santo que ama es más productivo que el CEO que entrena por la mañana, se ducha con agua fría, hace ayuno intermitente y medita antes de trabajar. He visto a muchas madres ser más productivas e implacables con su tiempo porque aman a sus hijos que muchos adictos que aman su trabajo. El hiperbien o telos del santo o de la madre hace que se fundan en su actividad. Ese bien supremo hace que no reparen demasiado tiempo en los obstáculos. Porque no hay nada más productivo que la fuerza del amor y no hay nada más improductivo que la obsesión con el tiempo. El amor hace que las madres hagan más por el mundo que cualquier gurú de la productividad. El amor a Dios hace que el santo odie tanto lo malo en el mundo como para querer cambiarlo, pero ama tanto a su prójimo que concluye que vale la pena intentarlo. El amor hizo que Jesús odiara tanto el pecado que habló más del infierno que del cielo, pero amó tanto al mundo que mientras era crucificado, dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:24). El amor es lo que nos capacita para hacer lo inimaginable. El amor es ese escudo ante todo contratiempo puesto que el amor “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7).

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