Por qué una sociedad anti-meritocrática sería una mejor sociedad

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En la parábola del Libro de Mateo (Mateo 20:1-16), Jesús describe el Reino de los Cielos como un propietario que contrata obreros en diferentes momentos del día para trabajar en su viñedo.

A pesar de trabajar horas distintas, todos los obreros reciben el mismo salario al final del día, lo que provoca que aquellos contratados en la mañana se quejen de que es injusto.

El propietario responde que no está siendo injusto, ya que aceptaron el salario acordado, y tiene el derecho de ser generoso con los que fueron contratados más tarde.

Esta parábola muestra dos perspectivas distintas que podemos adoptar a la hora de ver el esfuerzo de las personas y nuestra actitud hacia ellas: (1) la perspectiva meritocrática y (2) la perspectiva de la generosidad.

La generosidad es superior al mérito

Podemos sentir la indignación de los jornaleros que trabajaron más horas que los contratados posteriormente. Los primeros estaban operando bajo la lógica meritocrática.

“Nosotros hemos trabajado más horas que ellos. Hemos podado y cuidado más vids que ellos. Nuestro esfuerzo y los resultados que hemos producido deberían premiarse de modos distintos. Nuestra recompensa debería ser mayor”.

Sin embargo, el propietario del viñedo no estaba actuando desde el paradigma meritocrático. Esto lo vemos claramente cuando el terrateniente le responde al obrero: “¿te da envidia de que yo sea generoso?”.

A mi parecer, el pasaje bíblico revela que el Reino de los Cielos opera, por decirlo de algún modo, desde la ética de la generosidad. Esto, naturalmente, va en contra de esa programación capitalista y globalista en la que nos hemos criado.

Así entendido, el reinado de Dios sobre los corazones de la gente se expresa a través de la generosidad y la gracia. Ahora bien, esto no significa que no haya habido ningún tipo de esfuerzo por parte de los obreros. El trabajo o el obrar bien dignifica a la persona porque se reconoce su contribución.

Aquí los calvinistas pueden reclamar todo lo que quieran pero, tal y como yo lo entiendo, el esfuerzo no elimina la generosidad y gracia de Dios. Dallas Willard expresa esta idea con gran precisión.

“Lo opuesto de la gracia no es el esfuerzo, sino el creer que uno puede ganarse algo o merecer algo por ese esfuerzo. El creer que uno merece algo es una actitud. El esfuerzo es una acción”.

― Dallas Willard, La Gran Omisión. (Traducción mía).

Willard en esta cita menciona la palabra “gracia”, pero bien podría haber utilizado la palabra “generosidad”, puesto que la generosidad es una expresión de la gracia. El rasgo más esencial de la gracia es que regala o entrega algo a alguien sin que se lo haya “ganado” o “merecido”.

En la parábola, vemos que la gracia se refleja en el hecho de que a los últimos obreros se les dió más dinero por las horas que habían trabajado.

La gracia o generosidad del propietario se expresa en haber hecho que los últimos hayan sido los primeros. En otras palabras, los últimos recibieron lo mismo que aquellos que estuvieron por delante.

Una sociedad basada en la generosidad

El espíritu humano en su versión divina no opera bajo la tiranía del mérito. El ideal meritocrático tiene una concepción mercantilista del ser humano, como un ser insuficiente que tiene que demostrar su valor, o mejor dicho, ganárselo.

Sin embargo, una sociedad construida sobre la generosidad presupone una concepción del ser humano como un agente lleno de valor, independientemente de su capacidad productiva.

Con esto no quiero minimizar el rol del esfuerzo y de la importancia de contribuir con excelencia al bien común a través del trabajo.

Mi intención es dar visibilidad a un camino mejor: la gracia o la generosidad como base de las relaciones humanas.

Esta actitud, en vez de justificar la desigualdad, la repara al tratar a los “últimos” –los menospreciados, los “no tan brillantes”– como si hubieran sido “los primeros”.

Es decir, la generosidad parte del amor hacia “lo necio” y “lo débil” según nuestro mundo actual, para darles la misma dignidad que se les da a los que la era del mérito llama “sabios” y “fuertes”.

Tal vez, después de todo, la gracia sea la herramienta más poderosa para eliminar la desigualdad social.

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